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martes, 31 de mayo de 2016

Ítalo Calvino: La perfección de las máquinas crueles







  Aquel día debía tener lugar un proceso contra unos bandoleros arrestados el día anterior por los esbirros del castillo. Los bandoleros eran gente de nuestro territorio y por lo tanto era el vizconde quien debía juzgarlos. Se hizo el juicio y Medardo se sentaba en el sillón encorvado y se mordía una uña. Vinieron los bandoleros encadenados: el cabecilla de la banda era aquel chico llamado Fiorfiero que había sido el primero en ver la litera mientras pisaba la uva. Vino la parte ofendida y eran unos caballeros toscanos que, dirigiéndose a Provenza, atravesaban nuestros bosques cuando Fiorfiero y su banda les asaltaron y robaron. Fiorfiero se defendió diciendo que aquellos caballeros habían venido furtivamente a nuestras tierras, y que él les había dado el alto y desarmado creyéndoles precisamente cazadores furtivos, en vista de que no lo hacían los esbirros. Hay que decir que por aquellos años los asaltos de bandoleros eran una actividad muy difundida, por lo que la ley era clemente. Aparte de que nuestra región era particularmente adecuada para el bandolerismo, de modo que incluso algún miembro de nuestra familia, sobre todo en tiempos revueltos, se unía a los bandoleros. De la caza furtiva ya no hablo, era el delito más leve que se pudiera imaginar.

  Pero los temores de la nodriza Sebastiana estaban fundados. Medardo condenó a Fiorfiero y a toda su banda a morir ahorcados, como reos de rapiña. Pero como los robados eran a su vez reos de caza furtiva, también condenó a éstos a morir en la horca. Y para castigar a los esbirros, que habían intervenido demasiado tarde, y no habían sabido prevenir ni las fechorías de los cazadores furtivos ni las de los bandoleros, también para ellos decretó la muerte en la horca.

 En total eran una veintena de personas. Esta cruel sentencia produjo consternación y dolor en todos nosotros, no tanto por los gentileshombres toscanos que nadie había visto hasta entonces, como por los bandoleros y los esbirros que eran por lo general estimados. A Maese Pietrochiodo, albardero y carpintero, se le encargó construir la horca: era un trabajador serio e inteligente, que ponía interés en su trabajo. Con gran dolor, porque dos de los condenados eran parientes suyos, construyó una horca ramificada como un árbol, cuyas sogas subían todas al mismo tiempo maniobradas por un solo árgano; era una máquina tan grande e ingeniosa que se podía ahorcar con ella de una sola vez incluso a más gente de la condenada, de modo que el vizconde aprovechó para colgar diez gatos alternados cada dos reos. Los cadáveres rígidos y la carroña de gato se bambolearon durante tres días, y al principio nadie se atrevía a mirarlos. Pero pronto nos dimos cuenta del aspecto imponente que ofrecían, y también la cabeza se nos iba en disparatados pensamientos, de tal forma que incluso nos desagradó decidirnos a descolgarlos y a deshacer la gran máquina.

[...]

   Por la mañana yo iba a menudo al taller de Pietrochiodo a ver las máquinas que el ingenioso maestro estaba construyendo. El carpintero vivía con angustias y remordimientos cada vez mayores, desde que el Bueno venía a verle por la noche y le reprochaba el triste fin de sus inventos, y le instigaba a construir mecanismos puestos en marcha por la bondad y no por la sed de crueldades.

 —Pero así, ¿qué máquina debo construir, Maese Medardo? —preguntaba Pietrochiodo.

 —Ahora te lo explico: podrías por ejemplo… —y el Bueno empezaba a describirle la máquina que le habría encargado él, de haber sido el vizconde en lugar de su otra mitad, y se ayudaba en la explicación trazando confusos dibujos.

  A Pietrochiodo primero le pareció que esta máquina debía de ser un órgano, un gigantesco órgano cuyas teclas hicieran brotar música dulcísima, y ya se disponía a buscar la madera adecuada para los tubos, cuando de otra conversación con el Bueno volvió con las ideas más confusas, porque parecía que quería hacer pasar por los tubos harina en lugar de aire. En fin, tenía que ser un órgano, pero también un molino, que moliera para los pobres, y también, posiblemente, un horno para hacer las tortas. El Bueno cada día perfeccionaba más su idea y emborronaba con dibujos papeles y papeles, pero Pietrochiodo no conseguía seguirle; porque este órgano-molino-horno también tenía que sacar el agua de los pozos ahorrándoles fatiga a los asnos, y desplazarse sobre ruedas para contentar a los distintos pueblos, y aun en días de fiesta suspenderse en el aire y atrapar, con redes alrededor, mariposas.

  Y al carpintero le venía el pensamiento de que construir máquinas buenas estaba más allá de las posibilidades humanas, mientras que las únicas que realmente podían funcionar en la práctica y con exactitud eran los patíbulos y las de aplicar tormentos. Y en efecto, apenas el Amargado le exponía a Pietrochiodo la idea de un nuevo mecanismo, enseguida se le ocurría al maestro el modo de realizarlo y ponía manos a la obra, y cada detalle les parecía insustituible y perfecto, y el instrumento acabado una obra maestra de técnica e ingenio.

  El maestro se angustiaba:

  —¿Estará quizá en mi ánimo esta maldad que me hace acertar sólo en las máquinas crueles?

  Pero mientras tanto seguía inventando, con celo y habilidad, otros tormentos.

  Un día le vi trabajar con un extraño patíbulo, en el que una horca blanca enmarcaba una pared de madera negra, y la cuerda, también blanca, corría a través de dos agujeros en la pared, en el punto del nudo corredizo.

  —¿Esta máquina qué es, maestro? —le pregunté.

  —Una horca para ahorcar de perfil —dijo.

  —¿Y para quién la habéis construido?

  —Para un solo hombre que condena y es condenado. Con media cabeza se condena a sí mismo a la pena capital, y con la otra mitad entra en el nudo corredizo y exhala el último suspiro. Me gustaría que se confundiera entre las dos.


Ítalo Calvino
En El vizconde demediado (1952)
Versión castellana de Francesc Miravitlles 
Ítalo Calvino apoyado en una ventana
Torino, 17 de junio 1954, cuando era jefe de redacción de Einaudi


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