Páginas

viernes, 6 de mayo de 2016

Salman Rushdie: Secretos familiares







El tercero, y más escandaloso, de los escándalos de nuestra familia nunca fue de dominio público, pero, ahora que mi padre Abraham Zogoiby ha pasado a mejor vida a los noventa años, no tengo reparo alguno en sacar sus trapos sucios… Es mejor ganar era su invariable lema y, desde el momento en que entró en la vida de Aurora, ella comprendió que lo decía en serio; porque, apenas había amainado el jaleo de sus amoríos, con un resoplido de humo de sus chimeneas y un sonoro hum hum hum de su sirena, el carguero Marco Polo partió hacia los muelles de Londres.

  Aquella noche, Abraham volvió a la isla de Cabral después de todo un día de ausencia y, cuando llegó hasta dar palmaditas en la cabeza a Jawaharlal, el buldog, resultó evidente que estaba rebosante de júbilo. Aurora, a su estilo más imperioso, quiso saber dónde había estado. Como respuesta, él señaló al buque que partía y, por primera vez de muchas en la vida que pasaron juntos, hizo un signo que significaba no me preguntes: se pasó una aguja y un hilo imaginarios por los labios, como si se los cosiera.

  —Te dije —dijo— que me cuidaría de las cosas poco importantes: pero, para hacerlo, a veces tendré que ir sin ruido a la calle de la Aguja e Hilo.

  En aquella época, los periódicos, la radio y el chismorreo de la calle no hablaban más que de guerra… Para ser sinceros, Hitler y Churchill hicieron más que nadie para impedir que a mis escandalosos padres les hicieran la puñeta; el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue una táctica de diversión muy eficaz… y los precios de la pimienta y las especias se habían vuelto inestables a causa de la pérdida del mercado alemán y del creciente número de historias sobre los riesgos que corrían los cargueros. Eran particularmente persistentes los rumores de planes alemanes para paralizar al Imperio británico enviando buques de guerra y submarinos —la gente estaba empezando a aprender la expresión U-boat— a las rutas de navegación del océano Índico y del Atlántico, y los barcos mercantes (creía todo el mundo) serían un objetivo tan prioritario como la Marina británica; y, para colmo, habría minas. A pesar de todo ello, Abraham había hecho su número de magia, y el Marco Polo estaba desapareciendo del puerto de Cochin y dirigiéndose al Oeste. No me preguntes, advirtieron sus dedos que le cosían los labios; y Aurora, mi madre emperatriz, levantó las manos, las juntó en breve aplauso, y no hizo más preguntas.

  —Siempre quise tener un mago —fue todo lo que dijo—. Al parecer, después de todo lo he encontrado.

  Me maravilla mi madre cuando pienso en ello. ¿Cómo podía sofocar su curiosidad? Abraham había hecho lo imposible y ella se conformaba con no saber cómo: estaba dispuesta a vivir en la ignorancia, como la Joven Señora de la calle de la Aguja e Hilo. Y, en los años que siguieron, cuando los negocios de la familia se diversificaron triunfalmente en ciento y una direcciones, cuando las montañas de tesoros crecieron desde simples ghats de Gama hasta Himalayas de Zogoiby, ¿nunca se imaginó ella… no pensó por un momento?… Sin embargo, desde luego, tuvo que hacerlo; su ceguera era elegida, su complicidad, la complicidad del silencio, del no-me-digas-cosas-que-no-quiero-saber, del silencio-estoy-ocupada-en-mi-Gran-Obra. Y, tal era la fuerza de su no-querer-ver, que ninguno de nosotros miraba tampoco. ¡Qué tapadera era ella para las operaciones de Abraham Zogoiby! Qué fachada más brillante y legitimizadora… pero no debo adelantarme a mi historia. De momento, sólo es necesario revelar —¡no, ya va siendo hora de que alguien lo revele!— que mi padre, Abraham Zogoiby, resultó tener auténtico talento para cambiar mentes renuentes.

  Lo sé por él mismo: se pasó la mayor parte de sus horas de desaparición entre los trabajadores de los muelles, llevándose aparte a los más grandes y fuertes que conocía y diciéndoles que, si el intento de bloqueo de los nazis tenía éxito, si se hundían negocios como la Fifty Per Cent Corp. (Private) Limited de Camoens de los Da Gama, ellos, los estibadores, y sus familias también, se encontrarían rápidamente en la indigencia.

  —Ese capitán del Marco Polo —murmuraba despreciativamente—, con su cobardía al negarse a zarpar, está arrebatando la comida de los platos de vuestros pequeños.

Una vez había conseguido formar un ejército suficientemente fuerte para dominar a la tripulación del barco, en caso de necesidad, Abraham iba a ver en persona a los empleados principales. Los señores Tejpattan, Kalonjee y Mirchandalchini lo recibían con disgusto mal disimulado porque, ¿no había sido hasta hacía muy poco su humilde subalterno, al que podían mandar lo que quisieran? Mientras que —gracias a haber seducido a aquella furcia barata, la propietaria— tenía ahora la desvergüenza de venir ahora dictando la ley como patrono de patronos… Sin embargo, al no tener opción, seguían sus instrucciones. Se enviaron mensajes telegráficos urgentes e insistentes a los propietarios y el capitán del Marco Polo y, poco después, Abraham Zogoiby, todavía solo, fue llevado al carguero por el propio práctico del puerto.

  La reunión con el capitán del barco no fue larga.

  —Expuse francamente toda la situación —me contó mi padre en su avanzada edad—. La necesidad de actuar rápidamente para acaparar el mercado británico como compensación de la pérdida de los ingresos de Alemania, y todo eso. Fui generoso, lo que siempre es sensato en las negociaciones. Por su coraje, le dije, haríamos de él un hombre rico en cuanto atracara en el muelle de East India. Eso le gustó. Eso lo predispuso favorablemente. —Se detuvo, jadeante, tratando de llenar los destrozados restos de sus pulmones—. Naturalmente, no sólo utilicé ese cuenco de zanahoria-halva sino también un gran palo-bumboo. Le informé al capitán de que si, a la caída del sol, no había conformidad, lamentándolo mucho y hablando como colega, su barco se hundiría hasta el fondo del puerto y él personalmente, ay, tendría que acompañarlo.

  ¿Hubiera cumplido esa amenaza? Le pregunté. Por un momento, creí que iba a recurrir a la aguja e hilo invisibles; pero luego tuvo un acceso de tos, carraspeó y expectoró, y sus viejos ojos lechosos se llenaron de lágrimas. Sólo cuando las convulsiones se calmaron un tanto comprendí que mi padre se había estado riendo.

  —Muchacho, muchacho —graznó Abraham Zogoiby—, nunca lances un ultimátum hasta que, y a menos que, estés dispuesto a que el ultimatado vea si se trata de un farol.

  El capitán del Marco Polo no se atrevió a averiguar si era un farol; pero alguien lo hizo. El carguero viajó por el océano, llegando más allá de todo rumor, más allá de todo cálculo, hasta que el crucero alemán Medea lo agujereó, cuando estaba a poco más de unas horas de la isla de Socotra, en la punta del Cuerno de África. Se hundió rápidamente; y todos los marineros y toda la carga se perdieron.

  —Me jugué el as —rememoraba mi antiguo padre—. Pero, maldita sea, me lo fallaron.

  ¿Quién podría culpar a Flory Zogoiby por volverse un poco majara después de haberla abandonado, a su pesar, su único hijo? ¿Quién le envidiaría las horas y horas que había empezado a pasar, con su sombrero de paja y chupándose las encías, en un banco del vestíbulo de entrada de la sinagoga, jugando solitarios con la baraja o golpeando con fichas de mah-jong, y soltando diatribas sin fin contra los «moros», concepto que, para entonces, se había ampliado hasta incluir a casi todo el mundo? ¿Y quién no le perdonaría que creyera que veía visiones, cuando Abraham, su hijo pródigo, vino hacia ella tan fresco, un hermoso día de la primavera de 1940, sonriendo amablemente con todo el rostro, como si acabara de localizar alguna olla de oro al final del arco iris?

  —Bueno, Abie —dijo lentamente, sin mirarlo a la cara, por si podía ver a través de él, lo que demuestra que, finalmente, había perdido la chaveta—. ¿Quieres echar una partidita?

  La sonrisa de él se ensanchó. Era tan guapo que ella se puso furiosa. ¿Qué se le había perdido aquí para venir derramando sobre ella su buen aspecto, sin avisar?

  —Te conozco, Abie, muchacho —dijo, mirando fijamente todavía sus cartas—. Cuando sonríes así es que estás en dificultades y, cuanto más ancha es la sonrisa, más profundo es el barro. Me parece que no sabes cómo arreglártelas y por eso has venido corriendo a tu mamá. En mi vida te he visto una sonrisa tan grande. ¡Siéntate! Vamos a echar unas manos.

  —Nada de juegos, madre —dijo Abraham, con una sonrisa que casi le llegaba a los lóbulos de las orejas—. ¿Podemos entrar, para que no se entere toda la Judería de nuestras cosas?

  Entonces ella lo miró a los ojos.

  —Siéntate —dijo. Él se sentó; ella dio las cartas para un rummy de nueve—. ¿Te crees que me puedes ganar? A mí no, hijo. Nunca has tenido la menor probabilidad.

  Se había hundido un buque. Las fortunas de la nueva familia comerciante habían entrado una vez más en crisis. Me agrada decir que ello no produjo ninguna riña indecorosa en la isla de Cabral: la tregua entre los miembros del viejo clan y los del nuevo se mantuvo firme. Pero la crisis era muy real; después de muchos halagos y otras tácticas menos mencionables de las profundidades de la calle de la Aguja e Hilo, se habían enviado una segunda y una tercera expedición de Da Gama, por la ruta larga que rodeaba el cabo de Nueva Esperanza, para evitar los peligros del norte de África. A pesar de esa precaución y de los esfuerzos de la Marina británica por patrullar por todas las rutas marítimas vitales —aunque, hay que decirlo y el Pandit Nehru lo dijo desde la cárcel, la actitud británica hacia la navegación india era, para no exagerar, un poco más que un tanto descuidada—, también aquellos dos barcos terminaron sembrando de especias el lecho del océano: y el imperio de los condimentos C-50 (y, quién sabe, quizá también el propio corazón del Imperio, privado de su picante inspiración) comenzó a tambalearse y vacilar. Los gastos generales —salarios, gastos de mantenimiento, intereses de préstamos— aumentaron. Pero éste no es un informe sobre la compañía, de manera que tendréis que creerme simplemente: las cosas habían llegado a un punto lastimoso cuando el radiante Abraham, luego poderoso comerciante de Cochin, volvió a la Judería. ¿Habían fracasado todas sus empresas? ¿Qué, ni un acierto? Ni uno. ¿Está bien, OK? Pues sigamos. Quiero contaros un cuento de hadas.

  Al final, las historias son lo único que nos queda, no somos más que unos relatos que perduran. Y, en las mejores de las viejas historias, las que pedimos que nos cuenten una y otra vez, hay amantes, es verdad, pero las partes que nos entusiasman son los pasajes en que las sombras se proyectan en el camino de los amantes. La manzana envenenada, la rueca hechizada, la reina Negra, la malvada bruja, los duendes robaniños, eso es lo que importa. Así pues: érase una vez mi padre, Abraham Zogoiby, que había jugado fuerte. Pero había hecho un voto: Me cuidaré de las cosas. Y, en consecuencia, cuando todos los demás recursos fallaron, su desesperación fue tan grande que tuvo que ir, sonriendo con todas sus fuerzas, a suplicar a su enloquecida madre.

  —¿Qué? ¿Qué iba a ser? Su cofre del tesoro.

  Abraham se tragó su orgullo y vino a mendigar, lo que bastó para decirle a Flory todo lo que tenía que saber sobre la fuerza de las cartas que tenía en la mano. Él se había jactado de algo que no podía hacer: hilar-paja-para-hacer-oro, esas historias de otros tiempos; y era demasiado orgulloso para admitir su fracaso ante sus parientes políticos, para decirles que tenían que hipotecar o liquidar su gran hacienda. Dejaron que perdieras la cabeza, Abie, y ya ves, aquí está en una bandeja. Ella le hizo esperar un poco, pero no demasiado; luego accedió. ¿Hacía falta capital? ¿Joyas de la vieja caja? Pues muy bien, podía cogerlas. Desechó con un gesto todos los discursos de agradecimiento, las explicaciones de problemas de falta de liquidez temporal, las disquisiciones sobre las cualidades especialmente persuasivas de las joyas cuando se pedía a los marineros que arriesgaran su vida, todas las ofertas de intereses y beneficios pecuniarios.

  —Yo doy joyas —dijo Flory Zogoiby—. Y mi recompensa debe ser una joya mayor.

  Su hijo no comprendió qué quería decir. Desde luego, prometió radiante, sería plenamente recompensada por su préstamo, una vez que el buque llegara; y, si prefería recibir su parte en esmeraldas, se comprometía a seleccionar las más hermosas. Así parloteaba; pero se había adentrado en aguas más oscuras de lo que creía y, más allá de ellos, había una selva negra en la que, en un claro, bailaba un enanito que cantaba Me llamo Rúmpeles-Tíjeles

  —Eso es accesorio —le interrumpió Flory—. De la devolución del préstamo no dudo. Pero, por una inversión tan arriesgada, mi recompensa sólo puede ser la mayor de las joyas. Tendrás que darme a tu primogénito.

  (Se han sugerido dos orígenes para la caja de esmeraldas de Flory: la herencia familiar y el tesoro contrabandista. Dejando de lado los sentimientos, la razón y la lógica abogan por el segundo; si está en lo cierto, si Flory andaba especulando con las reservas de los gángsters, su propia supervivencia quedaba en entredicho. ¿Hace menos espantosa su petición el hecho de que se arriesgara para obtener la vida humana que pedía? ¿Estaba siendo, en realidad, heroica?).

  Tráeme a tu primogénito… Una serie de leyendas flota entre esa madre y su hijo. Abraham, horrorizado, le dijo que aquello era imposible, una perversión, algo inimaginable.

  —¿Te he borrado esa sonrisa estúpida de la boca, eh, Abie? —preguntó severamente Flory—. Y no creas que puedes agarrar la caja y salir corriendo. Está en otro escondite. ¿Necesitas mis piedras preciosas? Pues dame a tu primer hijo; sus carnes sabrosas.

  Ay madre, estás loca, madre. Ay antepasada mía, mucho me temo estás como una verdadera cabra.

  —Aurora no está encinta aún —musitó Abraham débilmente.

  —Aja-já, Abie —dijo con una risita Flory—. ¿Crees que estoy loca, muchacho? ¿Que lo mataré y me lo comeré, o me beberé su sangre, o algo así? No soy rica, hijo, pero en mi mesa hay comida suficiente para no tener que devorar a miembros de la familia. —Se puso seria—. Escucha: podrás verlo siempre-siempre que quieras. Incluso podrá venir su madre. Salidas, vacaciones, tampoco serán problema. Pero mándamelo para que viva conmigo, de forma que pueda hacer cuanto pueda para educarlo como lo que tú has dejado de ser, es decir, un judío de Cochin. He perdido a un hijo: por lo menos salvaré a un nieto.

  No añadió su plegaria secreta: Y quizá, al salvarlo, descubriré otra vez a mi Dios.

  Cuando el mundo volvió a su sitio, Abraham, con el vértigo de su alivio, el gran hambre de su necesidad y la ausencia de un embarazo real, accedió. Pero Flory, implacable, lo quiso por escrito. «Por la presente prometo a mi madre, Flory Zogoiby, mi primer hijo, para que sea educado en las tradiciones judías». Firmado, sellado y entregado. Flory, arrebatándole el papel, lo agitó sobre su cabeza, se recogió la falda y brincó en círculos junto a la puerta de la sinagoga. Un juramento, he hecho un juramento al cielo… Y aquí haré efectivo mi pagaré. Y, a cambio de aquellas libras de carne nonata prometidas, entregó a Abraham su riqueza: y, pagado y sobornado por las joyas, el buque de su última oportunidad se hizo a la mar.

  Sin embargo, de esos asuntos privados Aurora no fue informada.

  Y ocurrió que el barco llegó sin novedad a puerto, y después de él otro, y otro, y otro. Mientras las fortunas del mundo empeoraban, el eje Da Gama-Zogoiby prosperaba. (¿Cómo se aseguró mi padre la protección de sus cargamentos por la Marina británica? ¿No se estará sugiriendo que las esmeraldas, contrabando o herencia, llegaron hasta los bolsillos imperiales? ¡Qué jugada más audaz hubiera sido, qué apuesta por todo-o-nada! ¡Y qué implausible resulta sugerir que una oferta así hubiera podido ser aceptada! No, no, hay que atribuir lo ocurrido a la diligencia naval —porque el merodeador Medea fue por fin hundido— o a la preocupación nazi por otros teatros de operaciones; o llamadlo milagro; o suerte ciega, tonta). En la primera oportunidad, Abraham pagó el dinero de las joyas prestadas por su madre, y le ofreció una generosa suma adicional en concepto de beneficios. Sin embargo, se fue bruscamente, sin responder, cuando ella rehusó la prima con un grito lastimero:

  —¿Y la joya, mi recompensa convenida? ¿Cuándo se me pagará? Ansío la ley, la pena y la liberación de mi pagaré.

  Aurora seguía sin niño: pero no sabía nada de un papel firmado. Los meses se convirtieron en un año. Abraham siguió sujetando su lengua. Para entonces, era el único encargado de los negocios de la familia; Aires nunca tuvo realmente temple para ello y, cuando su nuevo yerno hubo realizado su triunfante salvamento, el hermano Da Gama superviviente se retiró agradecido —según dicen— a la vida privada… El día primero de cada mes Flory enviaba a su hijo el mensaje del gran mercader. «Confío en que no estés aflojando; quiero mi piedra preciosa». (¡Qué extraño, qué predestinado, el que en aquellos días ardientes de su picante amor Aurora no concibiera ningún hijo! Porque tenía que ser un chico, y ahora hablo como único producto masculino de mis padres, el hueso disputado —carne, piel y huesos— podría haber sido yo).

  Otra vez le ofreció dinero; otra vez rehusó ella. En un momento dado, él le suplicó; ¿cómo podía pedirle a su mujer que enviara a un hijo recién nacido para que lo cuidara alguien que la odiaba? Flory fue implacable. «Hubieras debido pensártelo antes». Finalmente, la cólera de Abraham se impuso, y la desafió.

  —Tu pedazo de papel no vale nada —le gritó por teléfono—. Veremos quién puede pagar más por un juez.

  Las piedras verdes de Flory no podían igualar la renovada prosperidad de la familia; y, si realmente se trataba de piedras que quemaban, ella se lo pensaría dos veces antes de enseñárselas a los jueces, incluso a los que estuvieran dispuestos a hacer más blando su nido. ¿Qué elección tenía? Había perdido la fe en el castigo divino. La venganza era de este mundo.

  ¡Otra vengadora! ¡Otro perro de jengibre, otro mosquito asesino! ¡Qué epidemia de revanchas aflige mi relato, qué paludismo cólera tifus de ojo-por-ojo y pago-en-la-misma-moneda! No es de extrañar que yo haya terminado… Pero mi fin no debe ser relatado antes de que empiece. Aquí está Aurora el día en que cumple diecisiete años, en la primavera de 1941, visitando sola la tumba de Vasco; y aquí, aguardando en las sombras, hay una vieja bruja…

  Cuando vio a Flory abalanzarse sobre ella desde las sombras de la iglesia, Aurora pensó, en un momento de sobresalto, que su abuela Epifania se había levantado de la tumba. Luego se repuso con una sonrisita, recordando cómo, en otro tiempo, había ridiculizado las ideas de su padre sobre fantasmas; no, no, era sólo una vieja arpía, y ¿qué papel era aquel que le mostraba? A veces las mendigas te dan esa clase de papeles. Tenga piedad, por amor de Dios, no puedo hablar y tengo 12 hijos que mantener. «Lo siento, perdone», dijo Aurora mecánicamente, y comenzó a darse la vuelta. Entonces la mujer pronunció su nombre.

  —¡Señora Aurora! (gritando). ¡La puta católica de mi Abie! Tiene que leer este papel.

  Ella se volvió; cogió el documento que le presentaba la madre de Abraham; y leyó.

  A Portia, chica rica, supuestamente inteligente, que consiente en hacer cumplir los deseos de su difunto padre —deberá casarse con el hombre que resuelva el acertijo de los tres cofrecillos, oro plata plomo—, nos la presenta Shakespeare como el arquetipo mismo de la justicia. Pero escuchad atentamente: cuando su pretendiente, el Príncipe de Marruecos, fracasa en la prueba, ella suspira:
  
    Dulce adiós. Corre la cortina: ve.
    Con todo el de su tez así se fue.
  
  ¡De modo que no le gustaban los moros! No, no; ella ama a Bassanio que, por una suerte inesperada, elige el cofre acertado, el que contiene el retrato de Porcia (tú, tú, pobre plomo). En consecuencia, prestad oídos a esta explicación modélica de su elección:
  
    … el ornamento es sólo la taimada orilla
    De un peligroso mar; bello pañuelo
    Que vela a una belleza india: es decir,
    La aparente verdad con la que un siglo astuto…
  
  Ah, sí: para Bassanio, la belleza india es como un «peligroso amor»: ¡o algo análogo a un «siglo astuto»! Los moros, los indios y, naturalmente, «el Judío» (Portia sólo se decide a utilizar el nombre de Shylock en dos ocasiones: el resto del tiempo lo identifica simplemente por su raza). Realmente, una pareja imparcial; un par de Danieles, tratándose de juicios… Aduzco todas estas pruebas para mostrar por qué, cuando digo que la Aurora de nuestro cuento no era Portia, no lo digo del todo como crítica. Era rica (como Portia lo era), pero eligió su propio marido (a diferencia de ella): era indudablemente inteligente (igual) y, a los diecisiete, casi estaba a la altura de su misma belleza india (muy improbable). Su marido era —el de Portia nunca lo hubiera podido ser— judío. Pero, lo mismo que la doncella de Belmont denegó a Shylock su libra sangrante, mi madre encontró una forma, justa, de denegar a Flory el niño.

  —Dile a tu madre —ordenó Aurora a Abraham aquella noche— que no nacerán niños en esta casa mientras ella viva. —Lo echó de su alcoba—. Tú harás tu trabajo y yo el mío —dijo—. Pero el trabajo que espera Flory, no lo verá nunca.

  También ella había trazado una línea. Aquella noche se frotó el cuerpo hasta que se quedó en carne viva y no quedó ni rastro del picante perfume del amor. (Me frotifico y me bañifico…). Luego cerró con llave y corrió el cerrojo de la puerta de su alcoba, y se sumió en un sueño profundo sin sueños. En los meses que siguieron, sin embargo, su trabajo —dibujos, pinturas y muñequitas horriblemente ensartadas, moldeadas en arcilla roja— se llenó de brujas, incendios y apocalipsis. Más adelante destruiría la mayor parte de esa producción «roja», con la consecuencia de que las obras supervivientes han aumentado mucho de valor; rara vez se han visto en las subastas y, cuando se veían, se producía una excitación febril.

  Durante varias noches, Abraham maulló lastimeramente ante su puerta cerrada, pero no fue admitido. A la larga, al estilo Cyrano, contrató a un acordeonista y un cantor de baladas locales que le daban a Aurora serenatas en el patio, debajo de la ventana, mientras él, Abraham, permanecía como un idiota al lado del músico, recitando palabras de las viejas canciones de amor. Aurora abrió los postigos y les arrojó flores; luego el agua del jarrón de flores; y finalmente el jarrón mismo. Los tres lanzamientos fueron certeros. El jarrón, un pesado objeto de gres, golpeó a Abraham en el tobillo izquierdo, partiéndoselo. Se lo llevaron, mojado y dando alaridos, al hospital, y en adelante no trató de hacer cambiar de opinión a Aurora. Sus vidas siguieron caminos divergentes.

  Después del episodio del jarrón de gres, Abraham cojeó siempre ligeramente. El sufrimiento estaba grabado en cada arruga de su rostro, el sufrimiento hacía descender las comisuras de su boa y perjudicaba su buen aspecto. Aurora, por el contrario, seguía floreciendo. El genio estaba naciendo en ella, llenando los espacios vacíos de su lecho, su corazón y su vientre. No necesitaba de nadie más que de sí misma.

  Estuvo ausente de Cochin la mayoría de los años de la guerra, al principio en largas visitas a Bombay, en donde conoció, y fue patrocinada por él, a un joven parsi, Kekoo Mody, que había empezado a ocuparse de artistas indios contemporáneos —en aquella época, un campo no muy lucrativo— desde su casa de Cuffe Parade. El cojeante Abraham no la acompañaba en esos viajes; y, cuando ella se iba, las palabras de despedida de ella eran, invariablemente: «¡OK, muy bien, Abie! Cuidifica el almacén». Así fue como, en ausencia de él, lejos de su expresión renqueante, abatida, de insoportable añoranza, Aurora Zogoiby se convirtió en el gigantesco personaje público que todos conocemos, la gran belleza del corazón del movimiento nacionalista, la bohemia de cabello suelto que marchaba audazmente al lado de Vallabhabhai Patel y Abul Kalam Azad cuando organizaban procesiones, la confidente —y, según persistentes rumores, amante— del Pandit Nehru, la «amiga de las amigas» de él, la que más tarde competiría con Edwina Mountbatten por su corazón. Con la desconfianza de Gandhiji, con el odio de Indira Gandhi, su detención después de la resolución «Abandonad la India» de 1942 hizo de ella una heroína nacional. También Jawaharlal Nehru fue encarcelado, en el fuerte de Ahmadnagar, en donde, en el cinquecento, la princesa guerrera Chand Bibi había resistido a los ejércitos del Imperio moghul, del Gran Mughal Akbar en persona. La gente empezó a decir que Aurora Zogoiby era la nueva Chand Bibi, que se oponía a un Imperio diferente y aún más poderoso, y su rostro empezó a aparecer por todas partes. Pintado en las paredes, caricaturizado en los periódicos, la creadora de imágenes se convirtió ella misma en imagen. Se pasó dos años en la cárcel del distrito de Dehra Dun. Cuando salió, tenía veinte años y el cabello blanco. Volvió a Cochin convertida en mito. Las primeras palabras de Abraham fueron: «El almacén va muy bien». Ella asintió brevemente, y volvió a su trabajo.

  Algunas cosas habían cambiado en la isla de Cabral. Durante la prisión de Aurora, el antiguo amante de Aires da Gama, el hombre que conocemos como príncipe Enrique el Navegante, había caído gravemente enfermo. Se descubrió que padecía una variedad de sífilis especialmente perniciosa, y pronto fue evidente que también Aires había sido infectado. Las erupciones sifilíticas de su rostro y su cuerpo le impedían salir de casa; se convirtió en descarnado de cuerpo y vacuo de mirada, y parecía veinte años más viejo de sus cuarenta y tantos. La mujer de Aires, Carmen, que hacía tiempo había amenazado matarlo por sus infidelidades, se sentó ahora a su cabecera.

  —Mira lo que te ha ocurrido, irlandés mío —dijo—. ¿Te me vas a morir o qué? —Él volvió la cabeza sobre la almohada y no vio más que compasión en sus ojos—. Será mejor que te curemos —dijo ella—, porque, si no, ¿con quién voy a bailar el resto de mi vida? A ti —y aquí hizo una pausa brevísima, y su color se intensificó espectacularmente— y también a tu príncipe Enrique.

  Se dio al príncipe Enrique el Navegante una habitación en la casa de la isla de Cabral y, en los meses que siguieron, Carmen, con infatigable determinación, vigiló el tratamiento de los dos hombres por los especialistas mejores y más discretos —porque mejor pagados— de la ciudad. Ambos pacientes se recuperaron lentamente; y llegó el día en que Aires, sentado en el jardín con una bata de seda con Jawaharlal el buldog y bebiendo agua fresca de lima, fue visitado por su esposa, que sugirió, discretamente, que no había necesidad de que el príncipe Enrique se fuera.

  —Demasiadas guerras en esta casa y fuera de ella —le dijo—. Hagamos al menos esta paz triangular.

  A mediados de 1945, Aurora Zogoiby llegó a la mayoría de edad. Pasó su vigésimo primer cumpleaños en Bombay, sin Abraham, en una fiesta dada por Kekoo Mody a la que asistieron la mayoría de las luminarias artísticas y políticas de la ciudad. En aquella época, los británicos habían liberado a los presos del Congreso, porque se respiraban aires de negociación; habían puesto en libertad al propio Nehru, que envió a Aurora una larga carta desde una casa llamada Armsdell, en Simla, disculpándose por no asistir a sus fiestas. «Tengo la voz muy ronca —escribió—. No puedo comprender por qué atraigo a esas multitudes. Muy gratificante, sin duda, pero también muy cansado y, a menudo, irritante. Aquí en Simla he tenido que salir al balcón y la veranda con frecuencia, para dar mi darshan. Dudo de poder ir nunca a dar un paseo a causa de las muchedumbres que me siguen, salvo a altas horas de la noche… Deberías sentirte agradecida de que te haya ahorrado esa experiencia al mantenerme apartado». Como regalo de cumpleaños, le envió Ciencia para el ciudadano y Matemáticas para el millón de Hogben, «para aligerar tu espíritu artístico con algo del otro lado de la mente».

Ella dio inmediatamente los libros a Kekoo Mody, haciendo una ligera mueca.

  —A Jawahar le entusiasman todos estos líos científicos. Pero yo soy una chica sencilla.

  En cuanto a Flory Zogoiby: seguía viva, pero últimamente se había vuelto un tanto extraña. Luego, un día hacia el final de julio, la descubrieron gateando por el suelo de la sinagoga de Mattancherri, pretendiendo que podía ver el futuro en los azules azulejos chinos, y profetizando que, muy pronto, un país no lejano de China sería devorado por hongos gigantes y caníbales. El viejo Moshe Cohen tuvo el triste deber de relevarla de sus deberes. Su hija Sara —todavía solterona— había oído hablar de una iglesia cerca del mar, en Travancore, a la que habían empezado a acudir las personas mentalmente afectadas de todas las religiones, porque se creía que tenía poder para curar la locura; dijo a Moshe que quería llevar allí a Flory, y el proveedor de buques accedió a pagar todos los gastos del viaje.

  Flory se pasó el primer día sentada en el polvo del complejo, fuera de la iglesia mágica, trazando líneas en el suelo con una ramita y hablando locuazmente al invisible, por inexistente, nieto que tenía al lado. El segundo día de su estancia, Sara dejó a Flory sola una hora mientras paseaba por la playa y miraba ir y venir a los pescadores en sus largas embarcaciones. Cuando volvió, había un pandemonio en el complejo de la iglesia. Uno de los locos allí reunidos había cometido un suicidio ardiente, rociándose de petróleo a los pies de la figura de tamaño natural de Cristo crucificado. Cuando encendió la cerilla fatal, el rugido de las llamas había lamido asesinamente el borde del vestido de la falda de flores estampada de una anciana, y ella se había visto envuelta también. Era mi abuela. Sara llevó el cadáver a casa, y fue enterrado en el cementerio de la Judería. Abraham permaneció junto a la tumba mucho tiempo después del funeral y, cuando Sara Cohen le cogió la mano, no la retiró.

  Unos días más tarde, la nube de un hongo gigantesco devoró la ciudad japonesa de Hiroshima y, al oír la noticia, Moshe Cohen, el proveedor, lloró lágrimas ardientes y amargas.

  Casi todos han desaparecido hoy, los judíos de Cochin. Quedan menos de cincuenta de ellos, y los jóvenes se han ido a Israel. Es la última generación: se han adoptado medidas para que el gobierno del estado de Kerala se haga cargo de la sinagoga, que se convertirá en museo. Los últimos solterones y solteronas toman el sol, desdentados, en los callejones de Mattancherri. También ésta es una extinción que hay que lamentar; no un exterminio, como ha ocurrido en otras partes, pero no obstante el fin de una historia que exigió dos mil años para ser contada.

  Para finales de 1945, Aurora y Abraham habían dejado Cochin y comprado un extenso bungalow situado entre tamarindos, plátanos y jaqueros en las laderas de Malabar Hill (Bombay), con un empinado jardín en terrazas que daba sobre la playa de Chowpatty, Back Bay y Marine Drive.

  —De todas formas, Cochin está acabado —razonó Abraham—. Desde un punto de vista estrictamente comercial, la mudanza se justifica plenamente.

  Eligió con mano izquierda hombres que se encargaran de las operaciones en el Sur, y seguiría haciendo regularmente viajes de inspección a lo largo de los años… Pero Aurora no necesitaba argumentos razonados. El día en que se mudaron fue al mirador en que las terrazas del jardín terminaban en una caída vertiginosa hacia las rocas negras y el mar espumante; y, a pleno pulmón, dominó con su voz, de alegría a los chils que daban vueltas en el aire.

  Abraham, tímidamente, se quedó unas yardas más atrás, con las manos cruzadas delante, pareciendo totalmente el encargado de labores que en otro tiempo fue.

  —Confío en que el nuevo emplazamiento resulte beneficioso para tu proceso creativo —dijo con penosa formalidad.

  Aurora vino corriendo hacia él y saltó a sus brazos.

  —Te interesa el proceso creativo, ¿no? —le preguntó, mirándolo como si no lo hubiera mirado en años—. Entonces, caballero, vayamos adentro y creemos.


Salman Rushdie
En El Último suspiro del moro (1995)
Versión castellana de Miguel Sáenz
Retrato de Salman Rushdie, 1981

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
No hay comentarios.
Publicar un comentario