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sábado, 22 de abril de 2017

Alejo Carpentier: El terror y el silencio







Y cerró la ventana el secretario, puesto repentinamente en la cotidianidad de los Negocios de la Muerte, únicos negocios florecientes manejados, en estos tiempos de crisis, por hombres hábiles, buenos conocedores de una siempre segura clientela, movida por ancestrales angustias escatológicas ante la idea del Sueño-sin-Despertar. En el país entero, por un proceso sincrético de tradiciones donde lo extremeño —nuestro primer Conquistador era oriundo de Cáceres, como Pizarro— se había mezclado con lo indio, los ritos mortuorios eran complejos, aparatosos y prolongados. Cuando había difunto en un pueblo, invadía la casa el vecindario, transformando el velorio en un acto colectivo de gran resonancia, con asamblea de hombres en portales, patio y aceras, fondo dramático de llantos y plantos y sollozos y desmayos de mujeres, sin que faltaran, durante toda la noche, servicios de café negro, chocolate en jícara, vinos peleones y recios aguardientes, en gran teatro de emocionados abrazos, oraciones y lamentos en torno al ataúd —y aparatosas reconciliaciones de familias ayer enemigas, que volvían a encontrarse, tras de años sin verse, en tan solemne ocasión. Luego, eran lutos, medios lutos, cuartos de lutos, lutos de nunca acabar que, cuando se trataba de una viuda de buen ver, se observaban hasta nuevo matrimonio. Y esto subsistía en la importante capital de hoy, aunque transformándose en cuanto a la escenografía. Ya los muertos no se tendían y velaban en las viviendas, sino en establecimientos funerarios, cada vez más numerosos —a población creciente, mayor número de finados— que competían en ofrecer mayores lujos e innovaciones a sus favorecedores. Y, poco a poco, esas funerarias se habían multiplicado en el centro de la urbe, apretando un cerco de mala sombra en torno al Palacio Presidencial —con cajas en perpetuo ir y venir, trasiego de flores, movimientos de ángeles y cruces, caballos de gualdrapa negra, vehículos con carrocería de cristal, llegadas nocturnas de yertas anatomías envueltas en sábanas verdes… Pero la más extraordinaria de todas acababa de inaugurarse muy cerca, al lado del Ministerio de Gobernación, con tintorería anexa, imitación de un Deuil en vingt-quatre heures que se encontraba en París, tras de la Madeleine, en el ángulo de la Rue Tronchet. Lo notable, en La Eternidad, era que las familias podían escoger, para recibir pésames y condolencias al pie del ataúd, un estilo de moblaje, decoración y ambiente. Ahí había Sala Colonial, Sala Imperio, Sala Renacimiento Español, Sala Luis XV, Sala Escorial, Sala Gótica, Sala Bizantina, Sala Egipcia, Sala Rústica, Sala Masónica, Sala Espiritualista, Sala Rosa-Cruz, con sillas, emblemas, ornamentos, símbolos, ajustados al carácter de la capilla ardiente. Y, si tal era la voluntad de los usuarios, como gran innovación traída de los Estados Unidos, el velorio se acompañaba de músicas de noble y sereno estilo, sin contrastes de intensidad ni tempo —aunque nunca fúnebres del todo— ejecutados por cuartetos o pequeños conjuntos de cuerda con harmonio, sahumados por el incienso, ocultos tras de un enrejado de siemprevivas o el seto de las coronas montadas en caballetes, cuyo repertorio se centraba en la Meditación de Thais, El cisne de Saint-Saëns, la Elegía de Massenet, el Ave María de Schubert, y el otro, de Gounod, tocados y vueltos a tocar, sin descanso, desde la llegada de la urna hasta su salida hacia el cementerio. Cuando esas melodías se le colaban en Palacio en horas de la madrugada, el Primer Magistrado, exasperado de oír lo mismo y lo mismo, cien veces repetido —más fuerte cuando aún no había tránsito de automóviles en el Parque Central— mandaba a cerrar todas las ventanas, aunque perseguido, interiormente, por los temas que le seguían sonando dentro del cráneo. Y sólo lograba volver al sueño recurriendo al Santa Inés del maletín-Hermes, siempre puesto en velador a la cabecera de su hamaca… y, por lo mismo que eso estaba ahí desde hacía semanas y semanas, una mañana se sintió ensordecido, pero ensordecido de silencio —de insólito silencio. Las ventanas habían sido abiertas, de madrugada, por la Mayorala Elmira, pero la brisa entraba en su cuarto, ligera, todavía oliente a verdores de amanecer, sin cargar con la Elegía, El cisne, la Meditación, ni los avemarías. —«Algo raro ocurre» —se dijo. Y algo raro, muy raro, ocurría en efecto: lo nunca visto, lo nunca recordado —aun por los ancianos que más recordaban. La capital empezaba su día —aquel día— en silencio, un silencio que no era solamente el de la funeraria, silencio de otras épocas, silencio de albas remotas, silencio de cuando pastaban las cabras en las calles principales de la ciudad; silencio roto, tan sólo, por un rebuzno lejano, la tos de una tosferina, el llanto de un niño. No pasaban autobuses. No tintinabulaban los tranvías. No rodaban los carros lecheros. Y, lo que era más raro aún, las panaderías y cafés, negocios tempraneros, no habían abierto sus puertas, en tanto que las tiendas permanecían con las cortinas metálicas corridas. Una total ausencia de pregones —ni churros calentitos, ni tamarindos para el hígado, ni ostras frescas de Chichiriviche, ni tamales de buena masa, ni la corneta del vendedor de torrejas…— se hacía anuncio de acontecimientos de una extremada gravedad, con aquel encogimiento de las cosas, aquella expectación medrosa, latente, indefinida, que suele observarse —aunque es advertencia nunca entendida— en vísperas de grandes terremotos o de erupciones volcánicas. (Los árboles de la región del Paricutín tuvieron miedo, se engrisaron en sus terrores silenciosos, muchas semanas antes de que hacia ellos avanzara, lenta, inexorable, una lava que ya les bullía sordamente bajo las raíces…). —«Pero… ¿qué pasa? ¿Qué es esto?» —preguntó el Primer Magistrado al ver entrar en su cuarto al Doctor Peralta, seguido de Ministros y Militares que, violando abruptamente su intimidad, atropellaban el protocolo: —«¡Huelga general, señor Presidente!». —«¿Huelga general? ¿Huelga general?» —preguntaba (se preguntaba) como atontado, sin entender a los demás, sin entenderse a sí mismo. —«Huelga general. O, si lo prefiere: paro general. Todo está cerrado. Nadie ha ido al trabajo». —«¿Y los empleados públicos?». —«No hay autobuses, tranvías, ni trenes»… —«Y no hay un alma en las calles» —dijo la Mayorala Elmira, abriéndose paso entre alpacas y guerreras. El Primer Magistrado se asomó al balcón. Los perros del Palacio, llevados por un cabo de la guardia, meaban en torno a la fuente del Parque. Pero los perros no tienen alma. No eran almas. Y aquella Funeraria, sin música… Se volvió hacia los presentes con la peor de las caras: —«¿Huelga general, no? ¿Y ustedes no sabían nada?». Los demás empezaron a hablar atropelladamente, en un entrecruzado intríngulis de explicaciones, aclaraciones, eximencias —«recuerde que yo dije», «recuerde que yo advertí», «recuerde que, en el último Consejo, yo»…— que no acababan de constituirse en una convincente argumentación. Hasta ahora, sólo en el interior de la República —en Nueva Córdoba, en los puertos…— se habían visto huelgas verdaderas; aquí las llamadas al paro nunca habían tenido consecuencias mayores; en estos días, ciertamente, se habían repartido papelitos, volantes, hojas clandestinas; además, las huelgas de peones, changadores, camioneros, etc., eran cosas predicadas por El Estudiante, y todos sabíamos que jamás los comerciantes, empleados de tiendas, gentes de clase media, habían prestado atención alguna a los llamados y consignas del Estudiante; los hombres de orden y trabajo no se sentían aludidos por aquello de Proletarios del mundo entero porque en nada se sentían proletarios; y yo estaba ausente de la capital, y yo tuve que llevar la familia a Bellamar, y yo no podía imaginarme, y sin embargo me contó mi hija… (no nos importa un coño lo que te contó tu hija…); además, nunca, nunca, nunca, en la historia del Continente, se había visto una huelga de personas de cuello y corbata; esos bochinches eran cosas de maleantes, y no íbamos a hacer caso de todos los rumores; mi hija me contó que las monjas de Tarbes… (no jodas más con tu hija…); yo dije siempre que aquella Campaña de Rumores, las falsas epidemias, el caballo de madera en el acueducto, las amenazas de muerte, las calaveras enviadas por correo, en fin, yo siempre dije que… —«Y ya que se habla de muertos» —dijo Peralta, rompiendo el estrépito de voces subidas unas encima de las otras—… «lo más inesperado, lo más insólito, es lo que me cuenta La Mayorala: todo el personal de las funerarias se ha sumado al movimiento. Y no sólo los músicos esos, de ‘La Eternidad’, sino también los del tendido, los cocheros y chóferes de Pompas Fúnebres, los enterradores, los sepultureros, los zacatecas… Las familias tienen que velar en casa a los que murieron anoche, porque no hay quien venga a cargar con ellos». —«Al menos, los que murieron anoche no se sumaron a la huelga» —dijo el Primer Magistrado, de súbito aplacado—: «Por lo mismo, para que no se aburran en el Más Allá, les vamos a dar alguna compañía. Se merecen una recompensa». Hubo un expectante silencio: —«Vamos a hablar corto y bueno… A Elmira, que traiga café».

Serían las diez de la mañana cuando a las calles salieron automóviles de rápida circulación, carros-enlace de los cuarteles de bomberos, motocicletas con sidecar, llevando policías que, aullando en megáfonos de cuero y bocinas de aluminio, de los que se usaban en las competencias deportivas, hicieron saber a los comerciantes con oídos para oír que quienes no abrieran sus tiendas antes de dos horas, con empleados o sin ellos, serían privados de sus patentes y castigados con multas y prisiones; a los extranjeros de origen —aun nacionalizados desde hacía mucho tiempo— se les expulsaría del país. Los avisos conminatorios se repitieron y volvieron a repetir hasta que en la Catedral sonaron doce campanadas. —«Al menos, el campanero no está en huelga» —observó el Presidente. —«Es que ahí han instalado un mecanismo eléctrico» —explicó Peralta, pronto arrepentido de haber dicho lo que hubiese podido ser interpretado como un chiste. —«Esperemos». Ahora La Mayorala traía botellas de coñac y ginebra holandesa en frascos de barro, con habanos Romeo y Julieta y brevas de Henry Clay… El Primer Magistrado, a menos de cada media hora sacaba el reloj para ver si ya había transcurrido una hora. La una. Las dos. De «La Eternidad» salió un ataúd, llevado en hombros de gente enlutada —de la familia, seguramente— que, a pie, tomó el camino del camposanto. Y, a las tres, reinaba el mismo silencio en toda la capital. Sólo algunos comerciantes cantoneses habían abierto sus tiendas de abanicos, biombos y marfiles, por temor a ser devueltos a una China que era, ahora, la del Kuo-Ming-Tang y los Señores de la Guerra… De pronto, el Presidente, rompiendo la larga espera, se dirigió, resuelto y tajante, al Jefe del Ejército: —«Ametrallen las tiendas cerradas». Mano a la visera y taconazo… Y, quince minutos después, sonaron las primeras andanadas, disparadas sobre cortinas metálicas, hierros ondulados, enseñas, escaparates y vitrinas. Nunca se había llevado una guerra tan liviana. Nunca se habían divertido tanto, los de la infantería, como en este itinerante campo de tiro donde, siempre sin apuntar, disparando por banda, se daba en algún blanco —magnífica batalla sin riesgo de respuesta en voz de plomo. Y era una masacre de gente de cera —novias de cera con azahares de cera; caballeros vestidos de frac con bisoñé puesto sobre cráneos de cera; amazonas, jugadores de golf y tenistas, de cera muy clara; la camarera, de cera menos clara, vestida a la francesa; el lacayo, parecido a nuestro Sylvestre de París, pero de cera más obscura que el de la mucama; un monaguillo, un pertiguero, un jockey, para figuración, todos en matiz de cera ajustado al oficio…—, sin olvidar las Vírgenes y Santos que, traídos del barrio de Saint-Sulpice, se ofrecían, con mantos de yeso policromado, nimbos y atributos, en los comercios de misales y artículos piadosos. Además de las 30/30 disparaban los máusers de la tropa y hasta algún viejo fusil Lebel, sacado de los trasfondos del Arsenal. Y, en esta gran Batalla-contra-las-cosas, se desmoronaban las cristalerías, volaban las vajillas encargadas para regalo de boda, estallaban los frascos de perfume, los jarrones, las porcelanas, cuanto fuese de Sajonia o de Murano, las ollas de barro, los pomos y botijos, y hasta los vinos espumosos que, reventando con liberada energía, rompían botellas vecinas. Varias horas duró el asalto a las jugueterías, el tiro a biberones, el fusilamiento de Buster Brown y Mutt and Jeff, la defenestración de los títeres, la matanza de cuclillos suizos, la Profanación de la Ostra, la segunda decapitación de un San Dionisio que, llevando ya su cabeza en la mano, la vio caer al suelo, al ser alcanzada, a media mejilla, por una bala de grueso calibre… Pero a pesar de tantos quehaceres y afanes cayó sobre la ciudad una noche sin alumbrado público, sin focos en los parques, sin bombillas de publicidad, sin mecheros encendidos —todavía quedaban algunos mecheros de gas, de los de sereno y chuzo, en los barrios pobres—, sin luna siquiera, pues se estaba en cuarto menguante y con tiempo nublado. Y fue aquélla una larga, una interminable noche, una lóbrega noche, acostada sobre una ciudad inerte, callada, como desertada, abandonada, bajo una metralla —aún sonaban ráfagas intermitentes, aquí, allá— que le fuese ajena. Se advirtió, en esas horas de expectación, del no-saber-lo-que-traerá-el-día-próximo, que ciertos silencios, silencios anteriores al surgimiento de toda voz, de toda letra, pueden ser más angustiosos que el clamor de un profeta, que el delirio agorero de un inspirado… (Y sin embargo, en muchas casas, casas mudas, de cortinas corridas, de persianas apretadas, casas de ministros, de generales, casas de Gente del Poder, en sótanos, en desvanes, en habitaciones del traspatio, procedíase, bajo luces de linterna, de quinqués antiguos, de velas llevadas en alto, a esconder cosas, a sacar joyas de baúles, a cerrar cajas, a desempolvar maletas, a coser billetes de banco —dólares, sobre todo— en los forros, solapas, faldones, de trajes, abrigos y capas, en previsión de alguna fuga necesaria… Mañana, los niños serían enviados a las playas del Atlántico [estaban anémicos; prescripción médica]; muchas familias serían dispersadas en provincias y ciudades del interior [abuelita enferma; abuelito cumple noventa y siete años], devueltas a la casa solariega, a las casas de origen [mi hermana tuvo un parto malo; la otra anda mal de la cabeza], en espera de lo que pudiese ocurrir. Entretanto, en las cocinas, sin más claridad que la de cigarros que, a cada chupada, dibujaban una cara, los hombres, más fumadores cuanto más comprometidos, reunidos en torno a botellas de ron, de whisky, que se buscaban a tientas para llenar copas a tientas halladas, discutían de la situación. Un pánico sordo, contagioso, ascendente, rumiado de mil maneras, llenaba las penumbras, poniendo sudores de miedo en las sienes y en las nucas…). Borráronse las Osas y constelaciones en un alba gris, y la capital seguía en silencio. El país entero seguía en silencio. La metralla había sido inútil. El sol metíase lentamente en las calles, sacaba menudos brillos de los cristales rotos que cubrían las aceras. Y ahora, para colmo, el Jefe de la Policía comprobaba que sus hombres estaban aterrorizados. No se hubiesen mostrado tan encogidos, tan malencarados, tras de una lucha de calles, un asalto a barricadas, una trabazón de infantes y jinetes, un ataque, hombro con hombro, contra una multitud armada de palos, de cabillas, de tubos de hierro, y hasta de algún arma de fuego —pistolas viejas, generalmente; fusiles de caza, escopetas de otros tiempos—; estaban aterrorizados ante el silencio, la soledad en que se hallaban, la vaciedad de calles que desembocaban a las laderas de los montes circundantes, sin que en ellas, hasta donde alcanzara la vista, se viese transeúnte alguno. Menos hubiesen temido una carga de gentes enardecidas que el tiro solo, aislado; ese tiro suelto, único, bien pensado, tras de mucho centrar la imagen en la mira, que podía salir de un tejado, una azotea, dejando un hombre tendido en el asfalto con la sien, el entrecejo, tan limpiamente, tan certeramente agujereados como si en ellos se hubiese encajado una lezna de talabartero. Acuarteladas estaban las tropas; vivaqueaban los de la infantería en sus patios, fumaban los centinelas en sus garitas. Y nada. El silencio. Un silencio que rompía a veces —muy de tarde en tarde— el estruendo de una motocicleta acelerada por el miedo de quien, a horcajadas sobre ella —eran todas de marca Indian—, llevaba algún desagradable, lacónico y confidencial mensaje al Palacio. Allí, rendidos los unos en butacas y divanes, manteniéndose despiertos a fuerza de tabaco y café los que tenían las entrañas demasiado estragadas por el licor, estaban, de caras cerosas, cuellos sucios, chaquetas quitadas, tirantes de fuera, los Altos Jefes y Dignatarios de la Nación. Tieso, inmóvil, digno y ceñudo en medio del desplome de los demás, el Primer Magistrado esperaba: esperaba a La Mayorala Elmira que, embozada en un chal de bolillo, había salido a buscar noticias vivas, de andar por calles, de arrimar la oreja a las puertas, de meter el ojo en ventana entornada, de hacer hablar a un improbable transeúnte —comadrita borracha, saqueador de menudencias, tembloroso apremiado de aguardiente— hallados por el camino. Pero ahora le volvía, tras de mucho andar, sin haber recogido nada interesante. O, mejor dicho, sí: una sola cosa. En todas las paredes, los muros, las vallas, de la ciudad, miles de manos misteriosas habían escrito con tizas claras —blancas, azules, rosadas— una sola frase, siempre la misma: «¡Que se vaya! ¡Que se vaya!»… El Mandatario, tras de una breve pausa, sacudió una campanilla, como en sesión parlamentaria. Los demás se levantaron de donde yacían, tratando, con ajustes de corbatas, cierre de botonaduras, y manos llevadas al pelo, de recobrar alguna compostura. —«La bragueta, y perdone» —dijo Elmira al Ministro de Comunicaciones, advirtiendo que la tenía abierta. —«Señores» —dijo el Primer Magistrado… Y fue un discurso bueno, dramático aunque sin toques de emoción o elocuencia, simple glosa a lo narrado por La Mayorala. Si sus compatriotas tenían su renuncia por necesaria; si sus colaboradores más fieles (y les rogaba que le respondieran llanamente, con franqueza, con ecuanimidad…) compartían ese criterio, estaba resuelto a entregar el poder, inmediatamente, a quien se creyera mejor capacitado para asumirlo. —«Espero vuestra respuesta, Señores». Pero los señores no respondían. Y, después de unos minutos de estupor, de agónico recuento de realidades, fue el Miedo, el Gran Miedo —el Miedo Azul, irrebasable, de la conseja popular. Pensaban todos, de pronto, mirándose unos a otros, que la permanencia, la presencia, la dureza, y, sobre todo, la Plena Aceptación de Responsabilidades, la Plena Aceptación de Culpas, de Quien ahora esperaba el sonido de una voz con creciente impaciencia, era lo único que podía salvarlos de lo que ya les estaba rondando las casas. Si la ira popular se desataba, si las masas se tiraban a las calles, buscarían un absceso de fijación, un objeto donde descargar sus martillazos, un chivo emisario, una Cabeza Máxima para alzarla en la punta de una pica, mientras ellos, acaso, tomando distintos rumbos de fuga, lograrían escapar por algún medio. De lo contrario, el furor los alcanzaría a todos por igual, y sus cuerpos, a falta del Cuerpo que tenían delante, irían a parar, arrastrados, descuartizados, sin semblantes identificables, a las cloacas de la ciudad —cuando no los hubiesen colgado de un poste telegráfico con infamante letrero en el pecho… El Presidente del Senado, por fin, tomó la palabra, diciendo lo que todos querían que dijese: Que después de tantos sacrificios hechos por el bien del país (aquí, enumeración de algunos…), en momentos en que nuestra nacionalidad era amenazada por fuerzas disolventes (aquí, imprecatoria contra socialistas, comunistas, beduinos internacionales [?], El Estudiante y su periódico, el catedrático de Nueva Córdoba y su partido creado ayer, como quien dice, con el pedante título de Alfa-Omega —«ése es el que más jode», comentó Peralta, al punto acallado por un disgustado gesto del escuchante), en estas horas críticas, se pedía al Primer Magistrado una suprema muestra de abnegación, etc., etc., porque si en tan grave trance nos abandonaba privándonos de los auxilios de su lucidez y sagacidad política (aquí, mención de otras cualidades y virtudes), la Patria, desamparada, sólo podría gemir, como Nuestro Señor en la Cruz: «Eloi, Eloi, lama sabachtani»… El Presidente, que había escuchado con la cabeza gacha, caído el mentón sobre la pechera, abrió los brazos en un enérgico enderezo de todo el cuerpo: —«Señores, trabajemos… Queda abierto el Consejo». Hubo largos aplausos y cada cual ocupó su puesto en la larga mesa que centraba el salón contiguo, adornado de auténticos Gobelinos.

Y aquel día, a eso de las 3 de la tarde, empezaron a sonar muchos teléfonos. Unos, al principio, intermitentes y desperdigados. Luego, más numerosos, más subidos de tono, más impacientes en largar gritos. Una multitud de teléfonos. Un vasto coro de teléfonos. Un mundo de teléfonos. Y llamadas de patio a patio, voces que corrían sobre los tejados y azoteas, pasaban de cerca a cerca, volaban de esquina a esquina. Y ventanas que empiezan a abrirse. Y puertas que empiezan a abrirse. Y uno que se asoma, gesticulando. Y diez que se asoman, gesticulando. Y las gentes que se tiran a las calles; y los que se abrazan, y los que ríen, y los que corren, se juntan, se aglomeran, hinchan su presencia, forman cortejo, y otro cortejo, y otros cortejos más que aparecen en las bocacalles, bajan de los cerros, suben de las hondonadas del valle, se funden en masa, en enorme masa, y claman: «¡Viva la Libertad!»… Ya lo saben todos y lo repiten todos: el Primer Magistrado acaba de morir. De un infarto cardiaco, dicen unos. Pero, no; ya se sabe que fue asesinado por unos conjurados. Tampoco: el que disparó fue un sargento afiliado al Alfa-Omega. Pero no, tampoco fue así: uno que sabe, sabe que fue derribado por El Estudiante, así, con la misma pistola belga que el Hombre tenía siempre sobre la mesa, vaciándole todo el peine —unos dicen que esos peines son de seis balas, otros que de ocho— en el cuerpo. Un camarero de Palacio, que lo vio todo, dice… Pero ha muerto. Ha muerto. Esto es lo grande, lo hermoso, el júbilo, la enorme fiesta. Y parece que están arrastrando el Cadáver —el enorme Cadáver— por las calles. Lo vieron los del barrio de San José —tirado de un camión, rebotándole el cráneo sobre el adoquinado. Ahora, ir hacia el centro cantando el Himno Patrio, el Himno de los Libertadores, La Marsellesa, y algo de La Internacional que surge de pronto, inesperadamente, a la luz del día, entonada en coro… Pero en eso aparecen los carros blindados de la 4.ª Motorizada, abriendo fuego sobre la multitud. Dispara, de golpe, la guarnición de Palacio, resguardados los hombres por los anchos balaustres de la terraza superior y los sacos de arena traídos días atrás. Caen granadas de la torre de la Telefónica, abriendo aullantes boquetes en la muchedumbre que, abajo, se aglomeraba en un mitin. Asoman sus bocas, en las esquinas, docenas de ametralladoras. Cerrando las avenidas avanzan ahora, lentamente, pausadamente, policías y soldados en filas apretadas, largando una descarga de fusil a cada tres pasos. Y ahora corren, huyen, las gentes despavoridas, dejando cuerpos y más cuerpos y otros cuerpos más en el pavimento, arrojando banderolas y pancartas, tratando de meterse en los zaguanes, de forzar las puertas cerradas, de saltar a los patios interiores, de levantar las tapas de las cloacas. Y las tropas avanzan, despacio, muy despacio, disparando siempre, pisando a los heridos que yacen en el piso, o rematando, a culata o bayoneta, al que se les agarra de las polainas y botas. Y, al fin, luego del descrescendo y dispersión de la turbamulta, quedan las calles desiertas otra vez. Salen los carros bomberos para apagar algunos incendios. Suenan, aquí, allá, desgarradas, largas, en roja insistencia, las sirenas de ambulancias. Al caer la noche, todas las calles son patrulladas por el ejército. Y tienen todos —todos aquellos que tanto hubiesen cantado los himnos y dado vivas a esto y aquello— que darse cuenta de una realidad atroz. El Primer Magistrado se asesinó a sí mismo, hizo difundir la noticia de su muerte, para que las masas se echaran a las calles y fuesen ametralladas en soberano alcance de tiro… Y ahora, sentado en la silla presidencial, rodeado de sus gentes, celebraba la victoria: —«Ya verán cómo mañana se abren todas las tiendas, y se acaban las cabronadas y mariqueras». Afuera, seguía el coro de las sirenas. —«Trae champaña, Elmira. Del bueno; del que está en el mueble que tú sabes»… De tarde en tarde sonaba un disparo de rifle, aislado, lejano, de sonido más débil que el de las armas reglamentarias. —«Todavía queda, por ahí, algún pendejo» —decía el Mandatario—:

«Señores: una vez más, la hemos ganado»… Y tantas cosas habían ocurrido durante el día, tan abandonados estaban los edificios públicos, que nadie advirtió un hecho raro: la repentina desaparición —el robo, desde luego— del Diamante del Capitolio; sí, de aquel enorme diamante de Tiffany engastado en el corazón de una estrella y que, al pie de la gigantesca estatua de la República, marcaba el Punto Cero —convergencia y partida— de todas las grandes carreteras del país.





En El recurso del método (1974)
Tapa, contratapa y portadilla de su primera edición
Al cuidado de Martín Soler, Siglo XXI Editores, México, 1974
Imagen de tapa: Ritmo libre volador, de Myra Landau